DE CHISMES, CHISMAS Y OTRAS MOVIDAS



Procura tener una buena historia que contar, y procura contarla bien, es decir, esmerándote en el lenguaje; porque será el buen uso de la lengua, no solamente la singularidad, la bondad o la oportunidad del tema, lo que va a preservar la obra del moho del tiempo”.
Juan Marsé. Discurso Premio Cervantes 2009.

Ayer, en un examen de pendientes de Lengua Castellana de 3º de ESO un alumno que hacía un ejercicio de análisis sintáctico me hizo el siguiente comentario: “Profe, aunque vaya mal alguna chisma de la movida, algo puntuarás, ¿no?”. Semejante precisión lingüística me recordó a otro alumno que en 4º de la ESO el año pasado me preguntó ante un poema que tenía que comentar:"¿Hay que hacer también el chisme de la chisma?". Reconozco con horror que en ambos casos entendí lo que querían decir. Tal es el cúmulo de muletillas, comodines y monosílabos que asolan las libretas y las bocas de mis alumnos que me he acostumbrado a entenderlos Y eso me inquieta, porque con la costumbre una rebaja su atención y casi está a punto de contestar: “Sí, claro, también hay que hacer el chisme de la chisma”.

No quiero hablar de todos los informes que nos alertan del deterioro del lenguaje que sufren los jóvenes de hoy (y sufrirán, porque acabarán siendo adultos en un mundo gobernado todavía por la palabra); informes que, por otra parte, según he oído en la tele, arrojan un atisbo de esperanza alegando que, aunque se expresan peor, poseen una mayor capacidad para manejar las nuevas tecnologías que los jóvenes de hace treinta años (¡! Sin palabras quedo).

Hoy quiero hablar de Juan Marsé, que el 23 de abril recibía el Premio Cervantes, nervioso pero contento, llevando en sus manos un discurso de ocho páginas. De su lectura no me voy a quedar con lo que ya han destacado los medios de comunicación: la defensa del bilingüismo, la nefasta influencia de la televisión, el papel del narrador o las referencias al cine. No, prefiero fijarme en la historia del aprendiz de joyero que a los trece años tuvo que abandonar una escuela que no le enseñaba nada, sólo a rezar el rosario y a cantar el Cara al sol. Juan Marsé recuerda como, cuando él tenía siete años, tuvieron que quemar en el sombrío jardín de una vecina todos los libros, revistas, documentos comprometedores, fotos, etc., por seguridad, porque su padre había estado preso por rojo y por republicano. Los pocos libros que se salvaron del escrutinio fueron leídos con avidez por el niño a su debido tiempo. Este aprendiz de joyero que después fue Premio Cervantes leía a Julio Verne, a Emilio Salgari, a Bécquer y todos los títulos que caían en sus manos de la hoy desaparecida literatura de quiosco. A los 16 años descubrió El Quijote, a Baroja, a Galdós, a Dickens,… “Tardes enteras de domingo sentado en los bancos ondulados del parque Güell, en el otoño del 49, bajo un sol rojizo y en medio de un griterío de niños jugando en la plaza entre nubes de polvo”.
Yo leí Últimas tardes con Teresa con dieciséis años, por recomendación, no por obligación, de un buen profesor de literatura que aún recuerdo con cariño, Antonio Couto. Y aún hoy recuerdo esa historia del macarra Pijoaparte que engaña a su novia, en coma tras un accidente, con una burguesa pija y progre. Pero además lo entendí perfectamente. Trescientas treinta y cuatro páginas de una historia bien trabada, con sus digresiones y descripciones, con su dosis de experimentalismo, con su lenguaje elaborado, con su crítica social. ¿Lo recomendaría hoy a mis alumnos de 4º de ESO? No. Yo, he de confesarlo, también quiero que me recuerden con cariño.

Pero entonces, el problema es que tenemos un gran problema. ¿Cómo es posible que un niño que abandona la escuela con trece años, en los años más duros y míseros de la posguerra, es capaz de leer obras literarias que, sesenta años más tarde, en la era del bienestar, no pueden leer adolescentes que acceden a la enseñanza con todas las oportunidades? ¿Cómo es posible que ese niño publique en su madurez una obra que encandila a una adolescente en los años ochenta y esa misma adolescente en su madurez no se atreva a recomendarlo a sus alumnos? La respuesta es que la pobreza léxica que invade nuestras aulas les impide comprender cualquier historia que, de comprenderla, les encantaría.

¿En qué recodo del camino nos -los- hemos perdido? No tengo respuestas pero me gustaría encontrarlas antes de empezar a sentirme culpable.

Comentarios

Fata Morgana ha dicho que…
Pues mira, no te quejes:
1. a mí me dicen "o chollo"
2. por lo que parece, hablan castellano en clase, cosa que yo llevo intentando desde hace nueve años, y ni de broma.
3. nosotros también las decíamos y las decimos, jajaja.

Que conste que el tema de las muletillas yo también lo llevo mal. Bss
mago merlín ha dicho que…
Estupenda entrada. Es consolador compartir penas; aunque ya me gustaría tener respuesta para las preguntas que planteas. En cualquier caso, tienes mi solidaridad de colega.

Un saludo.
Chus ProfedeLengua ha dicho que…
Gracias a los dos por los comentarios. Yo también visitaré vuestros blogs.

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