Relato de verano: "Guay"

Músicos callejeros

Me ponía enfermo, oye. Que si su padre era un empresario riquísimo que se codeaba con los millonetis  que veranean en las islas noséqué, que si su madre se había operado las tetas en la prestigiosa clínica de nosédónde, que si el pasaporte de su hermano pequeño tenía nosécuántos sellos.  Y entonces, ¿qué hacía ella aquí, con dos pringaos como nosotros? Yo no podía entenderlo. Cada vez que contaba las veces que tomaba el sol en pelotas en la proa del yate de X  yo enfermaba, lo juro.
Y el Maikel con esa cara de tonto mirándola como si nunca hubiera visto una tía rubia  con mechas californianas.
—Jo, tía, qué guay…
Hacía casi un mes que vivíamos allí. Era una tienda de sombreros con el cartel de Se traspasa roído por el paso del tiempo. Fue una suerte encontrarla. No pudimos levantar la reja del escaparate ni la de la puerta pero nos resultó fácil romper el cristal del ventanuco de madera en la pared que hacía esquina. Casi nadie pasaba por el laberinto de callejas de la zona vieja. Subíamos y bajábamos como si nada, sin ser molestados.
A ella la conocimos en el tugurio de Molly. Bebía ginebra rosa y hablaba con todos. Acabó enrollándose con el Maikel y se vino con nosotros a “Sombreros Filfa y hermanos. La cabeza, amueblada”. El rótulo estaba tirado dentro, junto al mostrador. Ella trepó por el ventanuco como un gato montés. Era bajita y delgada y aunque llevara pantalones afganos y sudadera de Metallica se notaba la categoría, no era como nosotros.
Fue una suerte encontrarla, dijo Maikel. Tenía pasta y el primer día en el supermercado compramos de todo, galletas a raudales y botellas de gin. Molly nos pasó un chocolate buenísimo. No se vayan mucho por las nubes, queridos,  silbó con su acento de miel mientras nos traspasaba con la raya azul  de sus pestañas. Seguro que cree que robamos el dinero, susurró el  Maikel. Pero no nos importaba porque nadie sabía dónde parábamos.
El ventanuco daba a un cuarto pequeño lleno de sombreros. Lo iluminamos con la linterna y casi nos da un patatús. Parecían topos gigantes adormilados. Al fondo había una puerta y, cuando la abrimos, un chorro de luz nos cegó al instante. Menudo susto. La sombrerería era un piso bajo con claraboyas en el techo. Había una sala amplia con un mostrador y estanterías de madera. En una esquina, lo más guapo, un sofá con una mesa y un espejo. Me probé un bombín y me vi elegante en el espejo,  morenocho y pequeño como soy. El Maikel se probó tropecientos sombreros y eligió uno de ala ancha que le hacía cara de tipo duro, con la barba y los tatuajes. Así fuimos de fiesta a Molly, después de pedir con la flauta por las calles, y allí la encontramos a ella.
Tenía una voz cantarina y se reía por todo. Cuando hablaba abría mucho los ojos y de pronto se quedaba callada y entreabría la boca como si estuviese pensando en lo que acababa de decir. Nos contó que quería ser como una duquesa rebelde que conocía, por eso se escapó de casa al cumplir los dieciocho. En su ambiente había que hacer algo especial,  una prueba de fuego. Algunos se iban de voluntarios con una oenegé a África, otros se convertían en defensores de los océanos en sus supermegayates. Cuando regresaban, la revista chachi que publicaba las fotos de mamá en bikini en una playa paradisíaca les pagaba una pasta gansa por contar sus experiencias. Eligió una chistera marrón de terciopelo. Parecía  coleguilla del Oliver Twist. Tuve que reconocer que estaba guapa.
Un día encontró  una revista de esas llenas de millonetis reventados de felicidad. Allí estaban sus viejos, sonrientes y brillosos como si los hubieran untado con aceite de oliva. Y venga a contar que era la fiesta de cumpleaños de  Z, hijo del aristócaca noséqué, en su mansión de agosto. Qué paliza de palabras. Me ponía enfermo, oye. Y el Maikel:
—Jo, tía, qué guay…
Miré con atención las fotos y entendí todo. Para mi desgracia yo conocía bien esos pómulos abotargados, esas miradas sin horizonte.
—Tus padres beben, ¿verdad?
Abrió mucho los ojos y empezó su chillona ristra del whisky exclusivo que no emborracha, de la clínica de patachín donde te renuevan la sangre, de 
—Tus padres beben.
Mordió el labio inferior con sus dientes de nata y supe que iba a empezar a llorar.









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