El chantaje ritual de los exámenes

Robert Doisneau
El título de esta entrada la he tomado de un artículo de Emilio Lledó publicado en El País el 1 de julio de 1982: La carga de los exámenes. Es uno de los textos que se incluyen en el libro publicado por Taurus: Sobre la educación, con el epígrafe: "La necesidad de la literatura y la vigencia de la filosofía". En él se recogen diferentes artículos del entrañable profesor en los que reflexiona sobre la necesidad de las Humanidades.  Si tuviésemos que reducir a la mínima expresión el contenido del libro podríamos decir que Emilio Lledó insiste en la necesidad de construir una escuela democrática en la que se enseñe a pensar.

La docencia vive tiempos convulsos. En ocasiones, el docente asiste aturdido a los profundos cambios sociales e individuales que han supuesto los avances tecnológicos de los últimos tiempos. ¿Qué enseñar y, sobre todo, cómo? Al bucle de reformas más que menos fallidas que parecen ideadas por profesionales que no han vivido un aula con alumnos en su vida se une la proliferación invasora y excesiva de metodologías que se muestran como innovadoras pero que, a poco que se escarbe en  sus fundamentos, se descubre que corresponden a inquietudes pedagógicas no tan novedosas. Howard Gardner propuso su Teoría de las Inteligencias Múltiples en 1983. Robert Swartz, creador del  método Thinking Based Learning (Aprendizaje Basado en el Pensamiento), es ahora uno de los gurús educativos de moda como si hubiese descubierto ayer por la tarde él solo que lo importante no es memorizar sino pararse a pensar. Pero Robert Swartz es un filósofo que lleva décadas trabajando en equipo la teoría de que en la escuela hay que desarrollar habilidades que mejoren el  pensamiento crítico y creativo. Algo, por cierto, que ya propugnaba Antonio Machado (que también era profesor, no lo olvidemos) a través de Juan de Mairena y de su Escuela Popular de Sabiduría Superior "La finalidad de nuestra escuela [...]: enseñarle a repensar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de su propia duda, que es el único modo de empezar a creer en algo". Y León Tolstoi, en su escuela de Yasnaia Poliana basaba el aprendizaje en el trabajo colaborativo. Y lanzaba esta reflexión sobre el quehacer del enseñante: "El maestro está siempre llevado involuntariamente a escoger para él el procedimiento de enseñanza más cómodo. ¡Cuanto más cómodo es este procedimiento para el maestro, más incómodo es para los discípulos! Sólo es bueno aquel que satisface a los alumnos."

Con frecuencia se sigue empleando el procedimiento de enseñanza más cómodo: poner voz al libro, hacer los ejercicios del mismo y procurar que el alumno suelte en un examen un contenido nacido para ser olvidado. Y ese examen es el que determina la nota final del curso. Se argumentará  que siempre ha sido así  recurriendo a la sentencia de que "quien se esfuerza consigue lo que se propone". Pero muchas veces he escuchado a profesores sorprendidos porque chavales que destacan en clase por su participación y por la madurez de su trabajo en el aula a la hora del examen no muestra todo aquello que se espera de ellos. Y por eso la nota final se resiente. Porque el examen es lo que cuenta.  El trabajo diario y constante se valora con uno o dos puntos, una especie de regalo, de premio especial al esfuerzo, pero sigue siendo el examen el que determina la nota final.

La escuela debería hacer esfuerzos para no decepcionar a quien quiere aprender. Por experiencia sé que cuanto más se ata el docente al libro de texto y al examen más quemado se siente.  El lunes comienza un nuevo curso y es el momento de pensar en las programaciones y de plasmar en ellas el valor de los exámenes. Casi doscientos días del año metidos en un aula tienen que servir para algo más que para la preparación de una prueba  sesgada, parcial, subjetiva y muchas veces injusta.

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