Relato de septiembre: Los girasoles.


Niño sentado en medio de las ruinas de una librería de Londres después de un ataque aéreo el 8 de octubre de 1940.

Las sandalias rotas botan contra las piedras polvorientas de la calle. Nunca han corrido tanto estas botas, piensa, y  casi al momento  su codo se roza contra una pared al doblar la esquina provocándole un dolor repentino y ríspido. Pero apenas se lo toca con los dedos sucios que se humedecen con la sangre porque se da cuenta de que no puede parar. Está huyendo y no puede parar. Ayer pasó la noche en el sótano de la señora Ethel con su hermana y con su madre. No quiso preguntar por el padre. La cara de la madre lo decía todo. No sabe por qué empezó esta guerra, nadie se lo ha explicado, con esa manía adulta de ocultar la verdad a los niños. Solo sabe que volvía del colegio con el ansia del bocadillo en la mochila y su padre la metió en el coche sin mirarla, con un nervio que ella desconocía. Su hermana y su madre ya estaban dentro. El acelerón la hundió en su asiento y le hizo sentir un cosquilleo incómodo, como si  un grillo con herraduras avanzase por su estómago. Sus padres conversaban muy alterados, decían que por los caminos podrían salir sin que nadie se lo impidiese. Era importante evitar la carretera.
—¿Qué pasa, mamá?, ¿va a haber una guerra? —preguntó su hermana, más pequeña que ella,  con extrañeza.
—No, no, claro que no, corazón. Pero tenemos que salir del pueblo porque ahora los que mandan son malos y nos pueden hacer daño. Pero pronto vendrán los buenos a ayudarnos—chilló más que habló su madre.
Esa manía de los adultos por mentir. Casilda se sabía lo suficientemente mayor como para entender que hacía meses que algo raro estaba pasando. Solía esconderse en el altillo de la librería, era su refugio. No entendía casi nada pero sabía que aquello tenía mucho que ver con que no entrase nadie a comprar y, sin embargo, cada dos por tres,  apareciese alguien para hablar en bajito con su padre. Cuando eso sucedía él  llevaba al visitante hacia la esquina, en un rincón en el que había unas sillas. El visitante hablaba rápido, como si no hubiera tiempo para medir las palabras y el padre, aun escuchándolo, no dejaba de echar la cabeza hacia fuera, para ver si entraba alguien. Los Girasoles era una librería pequeña pero estaba repleta de libros. A la entrada destacaban los infantiles, con ilustraciones tan bonitas que se hacía difícil elegir. En los expositores del centro estaban las novedades, esas novelas vistosas que no siempre convencían a su padre, ensimismado  en ojear, mientras hablaba solo, los volúmenes sosos de las estanterías del fondo.
En el sótano de la señora Ethel todo eran nervios pero nadie hablaba. Casilda estaba detrás de la puerta cuando entraron trotando como jabalíes ciegos  por las escaleras. Entonces todo fueron gritos y golpes. La luz se apagó. Consiguió salir pero no sabe cómo. Solo sabe que debe correr. Le gustaría llorar y pararse a pensar. Pero presiente que su vida corre un peligro real. Lo entendió cuando su padre pronunció ¡Por Dios! de aquella manera. Casi a punto  de abandonar el pueblo, por el camino de Las Tres Cruces, aparecieron de la nada aquellos hombres con fusiles, bramando como hipopótamos ciegos. Su padre las obligó a bajar del coche. ¡Corred y pedid ayuda en casa de la señora Ethel, por Dios! No miréis para atrás. La madre la arañó con fuerza tirando de su brazo. Pero a ella el único dolor que la perseguía era aquel ¡Por Dios! de su padre, tan rasgado como si se hubiese rozado el codo contra una pared.
Paró en seco cuando la vio. Si reconoció la librería fue por el letrero: un rectángulo amarillento en el que se podía leer l s asole. No había puerta ni escaparate y la pared tenía una negrura lúgubre como  gruta de oso. Una blancura inusual barría la calle desolada y ella reparó en que llevaba todo el día sin comer. Estaba hambrienta, cansada y dolorida. Entró temerosa en la librería, como quien se adentra en el bosque familiar durante una pesadilla y por sus ojos entraron de golpe las trizas de los tebeos, las virutas de las novelas, los rescoldos de las revistas, los despojos de las palabras.
En una esquina sobresalía intacto un libro. Sentada sobre los escombros lo abrió y solo entonces empezó a llorar. Acunada por las húmedas letras que volaban no sintió los pasos oscuros que se acercaban a su cabeza.

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