Relatos de verano: "El paraguas"

Gervasio Troche (fragmento)

¿Cuándo dejaría de llover? Ismael se acercó al expositor de paraguas y, tras dudar unos segundos, eligió uno azulón con nubecillas blancas. Resultaba llamativo, sí, pero los días eran tan grises que le pareció que un toque de color era fundamental para soportar el tedio de aquel descolorido verano. Lo ofreció al dependiente mirándolo fijamente y esperando su respuesta. Pero este susurró el precio sin levantar la mirada de la caja registradora.
Ismael buscó en su cartera los veintidós con cincuenta y se entretuvo eligiendo las monedas para dar el importe justo. En el último momento pagó con un billete de cincuenta euros. Con la vuelta y el ticket en la mano ya no tenía mucho sentido permanecer allí. 
Salió a la calle y un vaho de aire caliente le abofeteó la cara. Era  mediodía y un sol tórrido caía a plomo sobre los bancos de la plaza. Se sintió ridículo con el paraguas. Era cierto que la semana anterior había sido fría y borrascosa, impropia de agosto, pero el día había amanecido cálido y alegre y desde las primeras horas el jolgorio se había adueñado de la plaza y sus contornos. Los vecinos del pueblo y los turistas compartían el aroma a mar y a limonero desde las terrazas atestadas de cervezas amarillas y brillantes.  Ismael apuró el paso para evitar las calles céntricas y el infortunado encuentro con algún conocido. Habría querido la lluvia y la humedad, la oscura tristeza del destiempo. Se sabía viejo y enfermo  justamente hoy que cumplía cuarenta y siete años, una edad estupenda, masculló con amarga ironía mientras encendía el primer cigarrillo del día. Ya no quería dejar de fumar. Ya no le atormentaba el dolor en el pecho. Ya no le importaba hacer el ridículo con un paraguas llamativo el primer día realmente playero del verano.
No tardó en llegar al edificio en el que vivía solo, algo que siempre había visto como una suerte. Un edificio antiguo en la zona vieja solo para él.  El primer piso lo ocupaba el almacén de un viejo comercio ya cerrado, el segundo había sido puesto en venta y el cuarto estaba vacío. Era un tercero sin ascensor que había heredado de sus padres hacía más de veinte años.  Quedó huérfano pronto, en el cenit de una juventud desmadrada de hijo único malcriado. Pocas veces había trabajado, casi siempre como camarero en los baretos de sus amigos. Se conformaba con poco y el dinero ahorrado pacientemente por sus padres, comerciantes de solera, le daba para vivir a su manera. Las tardes ociosas en el piso estaban cargadas de marihuana y cerveza. No le interesaban las drogas duras. Se vanagloriaba de ello. Apenas había salido de su pueblo que le parecía el más bonito del mundo. Sentado al abrigo de cañas de barril miraba por encima del hombro a los turistas, despistados ante los nombres de los pescados autóctonos en la carta grasienta y plasticosa. Una vez tuvo una novia. Nada que destacar. Era guapa y reía todos sus chistes. Cuando le dijo que estaba embarazada él no podía creerlo, no contaba con eso. Ella siguió adelante con el embarazo, ajena a las habladurías. Ismael se sintió muy ofendido porque en un pueblo tan pequeño algunos dejaron de hablarle. Cuando ella empezó a salir con un compañero de trabajo Ismael sintió alivio. Al llegar la primavera los niños correteaban con sus risas almibaradas por la plaza, tirando trocitos de bocadillo a las palomas. Todos le parecían iguales, arrubiados y con chándales de colores. Nunca se preguntó cuál sería el suyo.
Esta mañana, al despertar, un áspero dolor le golpeó las costillas. Nunca había notado nada igual. Si dejaba de ir al bar tardarían en echarlo de menos. Nadie sabía que hoy era su cumpleaños.  Si al menos pudiese contar con su hijo…Un hijo al que solo le había oído decir tres palabras: veintidós con cincuenta. Miró al cielo antes de introducir la llave en la cerradura.  Pensó que tenía que ser más cauteloso con sus gastos. No, no llovería.

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