Casa con fantasma


Casa con fantasmas en medio del bullicio urbano de un pequeño pueblo industrial. Casi nadie repara ya en la "Casa Encantada". Los fantasmas se lamentan de su abandono pero, como no se ven, nadie  escucha sus quejas desconsoladas. Nada hay más funesto para un fantasma que el olvido y la indiferencia.

Hace tiempo envié un relato a La voz de Galicia. Se llamaba "Casa con pantasma" y lo escribí originariamente en gallego. Casualmente lo he encontrado en la red, en la hemeroteca de ese periódico, aunque no se menciona mi nombre. Por lo que leo al pie de página en el diario, yo ya no debo de ser la dueña de mis palabras. Pero me voy a permitir traducirlo al castellano:

    No lo podía creer. Pero el anuncio estaba allí, delante de sus ojos, en la página 34 del  periódico que llevaba cinco años recibiendo ininterrumpidamente. “Se alquila casa con fantasma. Excelentes vistas. Rúa do Tempo, s/n. 400 euros al mes”. Se añadía un número de teléfono en el que un tal Román informaría con más detalle a quien pudiera estar interesado. Él, desde luego, no. ¿Casa con fantasma? ¿Acaso alguien querría vivir en un sitio así? Hay locos para todos los gustos. ¿Y quien sería ese tal Román que pretendía aprovecharse del miedo ajeno cobrando 400 euros al mes? “¡Menudo robo!", pensó, "aunque es cierto que yo poco entiendo de alquileres”. Llevaba algunos años viviendo en aquella casa sin pagar un duro, si bien es cierto que el dinero no era un problema para él. Además, no era el precio de la vivienda lo que le preocupaba. ¿Cómo sabía el tal Román que en la casa había un fantasma? Tendría que probarlo y no era nada fácil. Uno no puede llegar a una casa e invocar así por las  buenas a los fantasmas que allí habiten. Se supone que los fantasmas aparecen en los momentos más inesperados para provocar verdadero pánico entre la gente. Cuánto más efectivo no será hacer levitar los platos de la vajilla por toda a casa y  dejarlos caer finalmente en el aseo, ante la mirada espantada del inquilino,  no durante una oscura noche de relámpagos y truenos, no, sino en el silencio placentero de un hermoso atardecer de verano, con la penetrante fragancia amarilla de los limoneros entrando por las ventanas abiertas... Decididamente, solo un gracioso contestaría a ese anuncio, eso sí, sin intención de alquilar la casa, solo por llamar y  hablar con el  tal Román  para preguntarle si el  fantasma es joven o viejo y si aparecería decapitado, con la cabeza bajo el brazo, haciendo crujir las cadenas, y si podría mandar a través de él un mensaje a un pariente que se ahorcó y que no debe de tener  descanso para su alma atribulada. O quizás se sentiría interesado uno  de esos tipos raros, a los que les gusta el color negro, no solo para la ropa sino  también para pintar las uñas y  la raya de los ojos y  los labios, causando más pavor que el propio fantasma e incluso al propio fantasma.
     Por eso, cuando aquella deliciosa mañana de primavera vio desde el desván como un coche aparcaba en el jardín, y  bajaban de él  dos hombres, un cincuentón gordo de bigote y un joven  alto y de pelo rizado, aventuró “el de bigote debe de ser el tal Román”. Pero quedó de piedra cuando vislumbró en la parte trasera a una hermosa mujer rubia con un bebé en los brazos y a una niña que se apeaba del vehículo mirando hacia la ventana. “Vaya", pensó, "no sé como le afectará al desarrollo psicomotriz de la chiquilla mi  numerito de la vajilla”.

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